“Nos quieren encerrar como animales”, denuncia un refugiado antes de ingresar al centro de detención en Hungría

¿Por qué nos hacen pasar por esto?”, se preguntó Ahmed, tras permanecer varias horas retenido junto a su familia en uno de los colectivos que diariamente transportan a cientos de refugiados hacia los campamentos de detención de Roszke, un pueblo húngaro junto a la frontera con Serbia.

Llovizna, hace frío, los vidrios de los colectivos están empañados. Cientos de refugiados que cruzaron por la mañana la frontera entre Hungría y Serbia esperan, atrapados como animales y adormecidos por el cansancio, para ingresar en un campamento de detención que parece una jaula coronada de alambres de púas.

“Hemos pasado por situaciones muy difíciles, un viaje muy peligroso en bote desde Turquía a Grecia, siete países caminando, en colectivos, y trenes; no entiendo por qué ahora nos tratan como delincuentes”, afirma Ahmed a Télam, colgado desde una ventana de uno de los tres colectivos a la entrada del campamento de Roszke.

“No queremos quedarnos en Hungría, queremos seguir hasta un lugar donde podamos trabajar, somos trabajadores”, exclamó este ingeniero de 37 años, que viaja con su esposa embarazada, un hermano de 14 años y otra familia amiga.

“En total somos siete adultos, dos niños, y un bebé en camino”, dice Ahmed.

Tras el último episodio de represión que tuvo lugar a principios de esta semana, cuando los policías fronterizos húngaros intentaron, una vez más, impedir con gases lacrimógenos la entrada de miles de refugiados que presionaban sobre la frontera, la tensión disminuyó por la decisión temporal del gobierno de aceptar un ingreso ordenado.

Desde entonces, los refugiados pasan, pero al poner pie en territorio húngaro son “custodiados” hasta subir a los colectivos que los llevan a los centros de detención. Algunos escapan al operativo.

Nadie sabe muy bien cuánto tiempo tendrán que permanecer en estos “centros de registros”, en los cuales los refugiados son identificados por sus huellas dactilares, lo que implica que deberían tramitar su asilo aquí, aunque no quieren.

“El registro debe ser ágil y en condiciones. Se debe proporcionar asistencia, abrigo, y techo a los refugiados, pero aquí es un caos”, dijo en declaraciones a Télam Babar, un vocero de la Agencia para los Refugiados de Naciones Unidas (Acnur), que se encuentra en los campamentos de Roszke.

“Hay cientos de personas esperando y estimamos que hoy llegarán 2.000 más”, añadió el vocero. “Estamos trabajando con la ayuda de voluntarios, trajimos mantas, comida y carpas, pero no damos a basto”, remarcó.

Un video difundido hoy por la BBC -filmado por una activista austríaca en el interior de uno de los centros de Roszke- mostró escenas de caos, de personas tratando de atrapar sándwiches dentro de bolsas que la policía lanzaba a los refugiados, que luchaban por la comida.

En el mismo lugar, la organización no gubernamental Human Rights Watch (HRW) denunció que los refugiados estaban en condiciones “inhumanas e insostenibles”.

Las pasadas semanas, muchos refugiados tuvieron que dormir a la intemperie y esperar varios días hasta ser registrados, lo que provocó quejas y protestas, lo que obligó a las autoridades a trasladar refugiados a otros centros de registros cercanos y a Vámosszabadi, una ciudad al norte del país, a unos 50 kilómetros de la frontera con Austria.

Sin embargo, la situación está lejos de resolverse debido a la continua afluencia de refugiados, que cada día bate una cifra récord, ayer de 3.601 personas, de acuerdo con la autoridades húngaras.

Mientras Ahmed, su esposa, y la familia de su amigo Alharel, siguen esperando para ingresar al campamento de Roszke, decenas de personas -que escaparon de la policía- corren por detrás de unos arbustos en dirección a una estación de servicio, en busca de un taxi clandestino que los lleve a Budapest, para subirse allí a algún tren que los lleve con destino a Austria o Alemania.
Arreglan el precio: 200 euros por persona. La cifra varía entre 100 y 400 euros, según testigos.

“¡Queremos agua!”, gritan unas niñas desde el interior de unos de los colectivos. La situación se tensiona, los refugiados se ponen inquietos, golpean los cristales y los laterales del vehículo. Pero no pasa nada, los policías no se mueven ni un milímetro.

“Llevamos más de un día sin comer, lo último que comimos nos lo dio la Cruz Roja de Serbia”, dice un joven afgano, que carga a su pequeña hija en los brazos.

Las horas pasan. “No sabemos nada, no nos dicen nada. Si nos toman las huellas aquí, en Suecia nos rechazarán”, se lamenta Ahmed.

“De todas formas, tramitemos el asilo en Alemania para poder comenzar a trabajar. No queremos vivir de la asistencia, tanto mi mujer como yo somos profesionales”, subraya.

Lassa cuenta que ella es farmacéutica pero la farmacia en la que trabajaba fue destruida en un bombardeo hace ya dos años.
Ahmed y Alharel son ingenieros, trabajaban para el Estado sirio y viajaban a países como Arabia Saudita por proyectos, pero con la guerra todo eso se acabó. Pasaron de ganar un buen salario de más de 1.000 euros a cobrar solo 200 euros, lo mínimo para pagar un alquiler.

Pero es no es todo. Afirman que vivían en una “cárcel”, con miedo, perseguidos, y en condiciones insalubres.

“En Siria casi no hay electricidad, agua y el día a día es un riesgo constante. En Damasco hay un check-point cada 15 metros y nuestra casa está justo en zona disputada entre el Ejercito y los insurgentes”, relata Ahmed.

Por su parte, Alhared explica que un primo suyo fue detenido hace dos años en una protesta y que no supieron de él hasta que llamaron a su tío para decirle que “había perdido la cabeza”, por las torturas, remarca.

Luego les pidieron que vayan a buscar su DNI, no le entregaron el cuerpo y lo obligaron a certificar que había muerto en condiciones naturales.

“De todo esto nos escapamos, queremos recuperar nuestra libertad”, dice Alhared, antes de encontrarse, una vez más, detrás de vallas y rejas.

Telam

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