Columna del P. Maxi Turri – “Iglesia y Estado”

Iglesia y estado

“La Iglesia no impone, sino que propone libremente la fe católica” (Benedicto XVI, 2 Octubre del 2008)

Comenzar con estas palabras nos ubica en una perspectiva totalmente distinta a la hora de acercarnos al tema propuesto en ésta columna.

Les propongo “quitarse” o “sacudirse las sandalias” de toda imagen de la iglesia que heredamos y “ver” una dimensión totalmente distinta. Déjenme que les sirva de guía.

Es necesario poder reflexionar juntos: ¿cuál es la misión que la iglesia tiene en el mundo?

¿Cuál es el rol en la sociedad actual?

¿Cuál es el poder que la iglesia tiene?

Abordaré el tema desde tres perspectivas distintas: origen y finalidad de la iglesia, su relación con la cultura y la política y la relación con el estado.

Respecto de la primera, la iglesia −que reconoce su origen en Jesucristo, quien entregó la misión a los apóstoles de anunciar su mensaje−, existe y está en el mundo para anunciar a una persona. Esto lo decía un Apóstol en los comienzos de la evangelización: “Les he trasmitido en primer lugar, lo que yo mismo recibí: Cristo murió por nuestros pecados, conforme a la Escritura. Fue sepultado y resucitó al tercer día, de acuerdo con la Escritura. Se apareció a Pedro y después a los Doce” (1 Cor 15, 3-5)

Entonces, el origen, el sentido de la iglesia en el mundo, es el de anunciar un acontecimiento y ofrecerlo a todos. Este acontecimiento es una persona que da un nuevo horizonte a la vida y una orientación decisiva (Deus Caritas est -introducción-) Volver la mirada al origen de la iglesia nos ayuda a comprender su misión en el mundo de hoy y la relación con él. “El mandato del fundador de la iglesia, no es ciertamente de orden político, económico o social, pues el fin que de Él recibe es de orden religioso” (Gaudium et Spes: 42)

En cuanto a la segunda de las perspectivas, la iglesia se llama a si misma “católica”.

Término que significa universal, para todos. Lo contrario a secta. Al ser enviada por su fundador a todo el mundo, la iglesia entra en diálogo con toda cultura y con todo sistema político o social.

No para imponer su enseñanza, sino proponiendo lo que de sí le es propio: el anuncio de Cristo resucitado que ilumina la vida del hombre.

Este es su patrimonio. “Ya que no está ligada a ninguna forma particular de la cultura humana y a ningún sistema político,

económico o social”, así lo dice un documento del año 1965 (ídem).

Este atributo le permite a la iglesia estar en cualquier lugar del mundo y poder compartir miradas con esa cultura, entablando el diálogo y aportándole la novedad del evangelio, la persona de Jesús.

La iglesia comprende a la cultura, como el hacer propio del ser humano en su diversidad, es decir, en el trabajo, las relaciones entre los hombres, el arte, la vida política, etc. Como la cultura es patrimonio del ser humano, y el ser humano fue asumido por el Hijo de Dios, Jesucristo, la iglesia aporta a la cultura en la que convive esta novedad.

Es propio de la cultura también, dejarse “impregnar” por tendencias nuevas que pueden elevar al ser humano o denigrarlo. Es por eso que la iglesia tiene algo para aportar a la comunidad humana, algo que es totalmente novedoso.

Otra vez bajo la misma perspectiva, proponiendo, no imponiendo. Pero sin renunciar a denunciar lo que denigra la dignidad del ser humano, lo que lo rebaja.

Así, presente en el mundo actual, la iglesia necesariamente forma parte de la comunidad humana. Es por eso que su relación con el estado es continua.

En correspondencia esta tercera perspectiva, un texto de la Escritura demuestra la relación de la comunidad cristiana hacia los gobernantes: “te recomiendo que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres, por los soberanos y por todas las autoridades, para que podamos disfrutar de paz y de tranquilidad, y llevar una vida piadosa y digna” (1 Tim 2, 1-2).

El primer modo de relacionarse con el estado es desde la oración, rezar por los miembros que lo componen, sabiendo la ardua tarea que les toca desempeñar. Sobre todo en el trabajo por el bien común.

A su vez, ante la situación de tantos que sufren la marginación y en la que sus vidas quedan denigradas por sistemas económicos expulsivos, la iglesia no puede ni debe dejar de denunciar.

No imponiéndose, ni asumiendo lo que de sí le es propio al Estado, sino colaborando con él para lograr el bien común.

En relación al estado, la iglesia carga un “peso” que es el de haber quedado vinculada −en algunos momentos de la historia− al gobierno de turno y haber perdido independencia.

Esta experiencia le quita libertad de acción porque queda atada al proceso político-partidario. Esta relación iglesia- estado, tal como lo prueba el devenir histórico, no le corresponde. La relación es de mutua colaboración y justa autonomía.

Colaboración sí, en torno a la persona humana y su desarrollo integral, y autonomía en tanto sostenimiento económico y objetivos particulares.

Es decir, y hay que afirmar, la parroquia no recibe ningún beneficio económico del estado. Ni reciben del estado un sueldo los sacerdotes, ni la parroquia recibe dinero para los gastos que genera (luz, gas, teléfono, comida, sostenimiento del culto, pago de seguro del vehículo, obras de caridad, etc.)

La iglesia está en medio del mundo y sabe que su destino es la vida para siempre en Dios.

Pero no por eso se desentiende de la vida presente. Colabora con el estado en pos del bien común. Iluminando la realidad desde lo que le es propio, o sea, desde la persona de Jesucristo.

En un mundo sediento de sentido, la iglesia no se constituye en poder temporal que determina la vida o las conciencias de los hombres, sino, con la humildad de la verdad, desde Jesucristo que “no impone, sino que propone libremente la fe católica”

¡Hasta la próxima!

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