Por Rodrigo Bentaberry.
Las elecciones de EE.UU, y la consecuente victoria de Donald Trump serán, sin lugar a dudas, uno de los grandes temas del año. Desde su campaña electoral, hasta las primeras declaraciones después de su triunfo, han estado signadas por la cuestión inmigratoria; en un principio por la descabellada idea de construir un muro en la frontera mexicana, pasando a una moderada actitud del anuncio de deportación de los inmigrantes con antecedentes penales. Sería un error pensar que una de las primeras potencias mundiales, pudiera tomar una decisión que no tuviera acompañada por un meridiano consenso y que dicha postura sea solo el reflejo de un pensamiento aislado o un solitario deseo. El norteamericano en general, ve en el inmigrante ilegal no tan solo una competencia laboral, sino que específicamente en aquel que tiene antecedentes penales también, lo refleja como miembro de una organización criminal, las mismas que han en gran modo socavado algunas de las bases de su sociedad civil y con ello consecuentemente los principios de comunidad que rigieron la filosofía emersoniana, de la cual Domingo Faustino Sarmiento también supo nutrirse, y que conforman el ideario moral medio de la comunidad norteamericana.
Esta idea, de la expulsión de inmigrantes con antecedentes penales no es nueva en los EE.UU., sino que por el contrario viene siendo aplicada desde hace varias décadas con mayor o menor énfasis conforme a su sistema de representación política esencialmente bipartidista determine; muchos ven por ejemplo en la expulsión de salvadoreños el propio origen las Maras Salvatruchas y su consecuente expansión territorial.
Pero la gran pregunta no se termina en la legitimidad que tiene un estado soberano de expulsar a aquellos extranjeros que comentan delitos, facultad dicho sea de paso, extendida en algunos códigos penales de todo el mundo como pena accesoria, sino que es el principio del interrogante; si EE.UU. está decidido a deportar ¿quién efectivamente estará dispuesto a recibirlos?
Desde el sentido común, la ciudadanía de ningún estado americano se encontraría satisfecha de que sus gobernantes permanecieran inmutables ante un fenómeno que puede básicamente replicar la expansión por corrimiento de alguna formación criminal de carácter organizado, en gran medida nuestro país sigue siendo un territorio amistoso desde lo jurídico para evitar una realidad que en el futuro podría implicar la sumatoria a un nuevo problema de seguridad pública. Al igual que la desidia que ocultó durante años la problemática de narcotráfico a nivel nacional, sería momento de que nuestra Cancillería, articulando medidas con el Ministerio de Seguridad de la Nación se pregunten si deben prever en el futuro inmediato un fenómeno criminológico que podría implicar la necesidad de tomar medidas, no tan solo de control, sino de información de carácter sensible para tratar de poner una cobertura al eventual problema de seguridad que se sustanciaría si el Estado no actúa a tiempo.
Trump puede plantearse una política productiva puertas adentro, pero en el mundo globalizado, las estrategias de seguridad ante el fenómeno del crimen organizado, tienen que ser necesariamente entendidas como compresivas de muchos estados, incluida nuestra querida Argentina que ya no resiste más errores drásticos en políticas anticipatorias de prevención del delito organizado trasnacional.
Si seguimos enfrascados en la hipócrita visión de negar la realidad, al igual que ha sucedido con anterioridad, los problemas de seguridad no se resolverán desde la prevención, sino que por el contrario, lamentaremos ser parte de ellos, pudiéndolos haber evitado a tiempo.
Rodrigo Bentaberry.
Foto: Criterio OnLine.